El mundo gira.
El mundo giraba y giraba normal hasta que ayer me contaste lo de tu encontronazo con Santiago, por las escaleras. El subía y tu bajabas, como de costumbre, a tu aula con tus alumnos y os encontrasteis allí abajo, en el hall del edificio, a la salida del ascensor.
No debes pensar esas cosas de él, ni tampoco querer que piense como tú querrías que pensara a pesar de que Santiago es un gilipollas.
Tu relación Santiago retrocede bastante atrás, creo que hasta tus dieciocho años. Entonces lo pasabas mal por ese trabajo asqueroso en la papelera que te tocaba desempeñar y el también lo pasaba mal; estaba frustrado como encargado de la putrefacta y sucia fábrica.
Aquella tarde de marzo de hace ahora dieciocho años, Santiago te dejó tirado, recuérdalo, después de que te hubieras hecho un esguince de tobillo en medio de aquella carretera que conducía hacia ningún lugar. Y allí te dijo que espabilaras, que así aprenderías a saber qué es un hombre de verdad. Te dijo que para otra vez seguro que te fijabas mejor y no pisabas mal. Seguro que recuerdas aquella escena mejor que nadie; como la del otro día, allí, en el hall de escuela, en medio de aquél ridículo espantoso y con todos tus alumnos rodeándote al final y abucheándote.
Saliste del ascensor y te empezó a gritar ya a tambalear sin más. Te dio una colleja y te arrinconó en una pared. Luego sacó de su bolsillo un pequeño aparatito redondo que decía que había comprado para medir y contar sus pasos. Después lo metió en su bolsillo y sin más dilación te insultó y te llamó vago. Te dijo que ibas a engordar como un animal si no caminabas y usabas el ascensor todo el día para subir y bajar. También dijo que el mejor futuro de las personas, lo que les esperaba, tenía que ver con personas mejor preparadas y formadas intelectual y físicamente.
Después de aquellas palabras, sin más, te soltó las solapas de la camisa y te dejó en el suelo. Agachó la cabeza ante la admiración de todos y comenzó a subir las escaleras con agilidad y decisión hacia la primera planta de despachos.
Tú, sacaste de la bolsa el trozo de pizza reseca de todos los días, la miraste y la tiraste a la papelera. Se te cayó el ordenador al suelo y ni siquiera lo recogiste del susto.
Comenzaste a andar de nuevo hacia la puerta de salida y notaste, justo e ese instante, que la tierra temblaba bajo tus pies; como si se hubiera detenido por un instante durante esos minutos de tensión con Santiago y de repente, lentamente, girando sobre su propio eje, sus goznes comenzaran a rezumar quejumbrosos el retorno a la vida de nuevo.
Todo se había detenido, todo había sido un espejismo, el mundo se había detenido. Ahora de repente el cielo volvía a girar.
Zaragoza en blanco
Recuerdo que un día como hoy de hace un año, a David le obligaron a sentarse en un sillón en la calle.
Pasaba por allí, por aquella hermosa plaza de Los Sitios y alguien le dijo que se sentara, que quería filmarlo en un estado natural para que su cara saliese después en un cortometraje que estaban grabando.
Delante de David, se había sentado el tipo que le estaba filmando y que a su vez era el que le hacía las preguntas. Recuerdo que una de las preguntas que le hicieron a David fue que si se sentía orgulloso de lago que hubiera hecho a lo largo de su vida.
Todo estaba yendo muy bien hasta aquel momento. Nos conocíamos desde pequeños y yo sentía que él estaba disfrutando con el magnetismo de aquella escena hasta que de repente bajó la mirada y ensombreció el rostro. En aquel instante sus palabras resonaron muy hondas y profundas en el interior de todas las personas que nos encontrábamos en aquél maravilloso escenario modernista. Solo, sentado en aquel viejo sillón representando un escenario improvisado de comedor de los años sesenta, David levantó firmemente la cabeza, miró a la cámara con determinación y dijo que de momento no había hecho nada en su vida que le hiciera sentirse orgulloso y que por lo tanto no había experimentado todavía esa sensación.
Es cierto que David había aspirado en alguna que otra ocasión en su vida a instalarse como vendedor autónomo de pollos en una tienda situada en la una de las avenidas principales de la ciudad y no lo había conseguido.
El hombre de pelo rizado que se hallaba sentado frente a David volvió a mirar de nuevo por la cámara que estaba grabando la escena para enfocar la imagen, volvió a agarrar fuerte sus papeles y le disparó de nuevo otro dardo envenenado en aquella simple noche nefasta. Recuerdo la voz del entrevistador moviendo su cabeza de un lado hacia otro cuando le preguntó a David que dijera un lugar o un sitio para él en ese momento.
Ahora vuelven a mí esos recuerdos del escenario improvisado que representaba el lugar en el que estaba sentado David en ese momento para la grabación de aquel corto. En mitad de la nada de aquella maravillosa plaza de arquitectura modernista había un panel apoyado a uno de los árboles del que pendía una lámpara vieja y anticuada. La decoración del improvisado cuarto de estar la completaba una mesita con un teléfono de números y un sillón antiguo de orejas sobre unas alfombras viejas y deshilachadas. Seguramente en frente de David debería de haber estado un televisión Telefunken de caja marrón de madera y mando a distancia. El lugar de la tele lo ocupaba en ese escenario improvisado un entrevistador de pelo rizado, voz rajada y un rostro que ninguno de los que estábamos presenciando la escena llegamos a ver jamás.
De repente David, en lugar de venirse abajo como antes, levantó la cabeza y respondió con contundencia; “aquí, este lugar y este momento”
En ese instante toda la plaza se detuvo quedándose enmudecida por un silencio sepulcral. Nadie de los que estaban allí en ese momento, de las personas y ayudantes de cámara que colaboraban en la grabación ni tampoco los viandantes que se habían detenido a presenciar la escena. Nadie comprendía nada excepto los que lo conocíamos y éramos sus amigos de toda la vida y que entendíamos el porqué de su resignación y también el porqué de su fracaso ya que nunca llegaría a cumplir su sueño.
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