La muerte o antesala de consulta.
De repente, aun sin despierto, siento un tránsito hacia ningún lado, idea de movimiento, de trasiego desesperado por la calle, solo, harapiento, deslucido el paisaje por árboles difusos, empujando un carromato de espigas sin grano, con un sombrero maloliente de alcohol y harapientos pantalones.
Sentado en el suelo, en pasaje grisáceo desvanecido por la mirada turbia, extendiendo la mano de las uñas llenas de mierda para recoger un céntimo en el sombrero agujereado que huele alcohol, de muchas noches, de otras personas.
Es en ese instante cuando, sentado en una acera destartalada de cualquier ciudad que se desvanece por momentos, recuerdo aquella calidez del hogar y una lágrima negra cae por la mejilla y llega al suelo provocando un socavón de olvido que engulle en agujero negro a todos los que por allí pasan.
Un sillón y la calidez del hogar, una luz clara y una voz femenina que escucha atentamente un poema; las dos miradas se entrecruzan apasionadas; el uno junto al otro. Los versos son desgarradores, decrecientes, de un solo instante, del solo instante que a veces lo es todo y casi siempre no es nada.
Es ese instante que lo es todo, del amor absoluto, del único amor, o de la antesala de la muerte; justo es en ese momento; no en vano el amor y la muerte no se hallan tan lejos el uno del otro.
La voz comienza a narrar, en medio del recuerdo desgarrado, de un único instante selectivo de la memoria, de uno de los segundos más bellos de un recuerdo despedazado ahora, un poema que se titula “la muerte o antesala de consulta” El poema es de Vicente Aleixandre de Pasión de la Tierra.

“Iban entrando uno a uno y las paredes desangradas no eran de mármol frío. Entraban innumerables y se saludaban con los sombreros. Demonios de corta vista visitaban los corazones. Se miraban con desconfianza. Estropajos yacían sobre los suelos y las avispas los ignoraban.
Un sabor a tierra reseca descargaba de pronto sobre las lenguas y se hablaba de todo con conocimiento. Aquella dama, aquella señora argumentaba con su sombrero y los pechos de todos se hundían muy lentamente. Aguas. Naufragio. Equilibrio de las miradas. El cielo permanecía a su nivel, y un humo de lejanía salvaba todas las cosas. Los dedos de la mano del más viejo tenían tanta tristeza que el pasillo se acercaba lentamente, a la deriva, recargado de historias.
Todos pasaban íntegramente a sí mismos y un telón de humo se hacía sangre todo. Sin remediarlo, las camisas temblaban bajo las chaquetas y las marcas de ropa estaban bordadas sobre la carne. “¿Me amas, di?” La más joven sonreía llena de anuncios. Brisas, brisas de abajo resolvían toda la niebla, y ella quedaba desnuda, irisada de acentos, hecha pura prosodia. “Te amo, sí, temblorosa, aunque te deshagas como un helado.” La abrazó como a música. Le silbaban los oídos. Ecos, sueños de melodía se detenían, vacilaban en las gargantas como un agua muy triste. “Tienes los ojos tan claros que se te transparentan los sesos.” Una lágrima. Moscas blancas bordoneaban sin entusiasmo. La luz de percal barato se amontonaba por los rincones. Todos los señores sentados sobre sus inocencias bostezaban sin desconfianza. El amor es una razón de Estado. Nos hacemos cargo de que los besos no son de biscuit glacé. Pero si ahora se abriese esa puerta todos nos besaríamos en la boca. ¡Qué asco que el mundo no gire sobre sus goznes! Voy a dar media vuelta a mis penas para que los canarios flautas puedan amarme. Ellos, los amantes, faltaban a su deber y se fatigaban como los pájaros. Sobre las sillas las formas no son de metal. Te beso, pero tus pestañas… Las agujas del aire estaban sobre las frentes: qué oscura misión la mía de amarte. Las paredes de níquel no consentían el crepúsculo, lo devolvían herido. Los amantes volaban masticando la luz. Permíteme que te diga. Las viejas contaban muertes, muertes y respiraban por sus encajes. Las barbas de los demás crecían hacia el espanto: la hora final las segará sin dolor. Abanicos de tela paraban, acariciaban escrúpulos. Ternura de presentirse horizontal. Fronteras.
La hora grande se acercaba en la bruma. La sala cabeceaba sobre el mar de cáscaras de naranja. Remataríamos sin entrañas si los pulsos no estuvieran en las muñecas. El mar es amargo. Tu beso me ha sentado mal al estómago. Se acerca la hora.
La puerta, presta a abrirse, se teñía de amarillo lóbrego lamentándose de su torpeza. Dónde encontrarte, oh sentido de la vida, si ya no hay tiempo. Todos los seres esperaban la voz de Jehová refulgente de metal blanco. Los amantes se besaban sobre los nombres. Los pañuelos eran narcóticos y restañaban la carne exangüe. Las siete y diez. La puerta volaba sin plumas y el ángel del Señor anunció a María. Puede pasar el primero”
Reflexión posterior al hilo de la lectura del poema “La muerte o antesala de consulta” de Vicente Aleixandre, del poemario Pasión de la Tierra, de Víctor Orejudo, poeta chileno, amigo de Roberto Bolaño, el cual aparece en el papel de “Miralles” en la película “Soldados de Salamina” de Davis Trueba, que adapta la novela de Javier Cercas del mismo nombre.